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Movilización a Memorias andantes

Una necesaria movilización Hace ya un año, con la caída de Google +, decidí trasladar el blog a WordPress, a fin de mantener con vida e...

lunes, 7 de octubre de 2019

Movilización a Memorias andantes

Una necesaria movilización


Hace ya un año, con la caída de Google +, decidí trasladar el blog a WordPress, a fin de mantener con vida el blog. Tras una estrepitosa caída de la cual no me he podido recuperar desde hace casi un año, aún con mis acciones, volví aquí para ver si alguno de mis viejos lectores decide darse una vuelta por aquí. 

En confianza les cuento que las cosas no han marchado de lo mejor en este tiempo, aún así, decidí volver. Espero que puedan ver este mensaje, y tengan los ánimos de visitar el nuevo blog en el que continúo subiendo las historias que escribo. 

Espero tengan un excelente día, ha sido un placer volver a verlos por aquí. 


Su amigo, Antonio A. Huelgas

P.D. Siguiendo una tradición personal de títulos cuya intención es la de transmitir algún sentido de fondo, quizá más bien personal, he bautizado al otro blog como Memorias andantes. Espero lo disfruten. La primera historia que subí allá es, además, un pequeño homenaje a este pequeño espacio en el que estuve durante varios años.

martes, 11 de diciembre de 2018

Aguas en calma


Suaves mareas golpeaban el costado del bote; subían y bajaban como un susurro, y acunaban la madera como si se tratase de un niño llorando. Calma, silencio palpable, y apenas una tenue voz del viento. Conforme se adentraban en altamar, mejoraba su fortuna. Un buen pronóstico para los jóvenes, pero el viejo Gilberto Manuel estaba desconfiado. Tantos años navegando, y nunca había notado tanta calma en un punto tan abierto del mar, tan lejos de la costa, y también de aguas conocidas. Ninguno de ellos había navegado jamás en ese punto. El capitán de la expedición era joven y confiado, por lo que no temió aventurarse ahí. 

     Las barcas fueron soltadas al mar, aún unidas al barco por sogas, para no perderse; lo que parecía cada vez menos necesario. La intención del descenso, además de bajar para poder pescar un poco y así reabastecerse , era ver si había algún rastro de tierra cercana, quizá hundido, o al menos algo valioso; algún provecho debía tener. Historias de sirenas y tritones eran comunes en las tabernas, más ninguno había visto ninguna en realidad. Tan sólo el más viejo de la tripulación se atrevía a admitir que sabía muy poco de los misterios del mar; muchas cosas que no podía explicar rondaban su memoria: siluetas en el agua con cuya apariencia recordaba a la suavidad de la piel de una mujer, masas que se movían y desaparecían, islas grandes y pequeñas que dejaban de estar cuando se acercaban a ellas; formas humanas y  lugares dónde el agua parecía sonreír, como si tuviese un rostro. Gilberto Manuel, sabía de los efectos de la falta de agua y del hambre, del cruento sol, y de los bancos de peces o los tiburones que a la distancia parecían de mayor tamaño. Había aprendido a no confundirse, sabía que la cabeza y el corazón emulaban voces que no eran reales, así como visiones. Sin embargo, tenía en cuenta que con todo su conocimiento había demasiadas cosas que no podía explicar del mar. La fuerza de las aguas y la tormenta tenían orígenes y razones inciertas, y era lo común; en cambio, la densa niebla sobre la superficie del mar, los sonidos metálicos y gritos que diferían de todo lo conocido, formas con tentáculos, tenazas y mandíbulas... y risas. Tantos misterios de los que era mejor cuidarse. Sus compañeros, algunos viejos, otros jóvenes, iban desde los incrédulos hasta los que creían en las leyendas; más ya en el mar se envalentonaban todos y cada uno, creyeran lo que creyeran, y todos tenían miedo en el fondo. Igual de terribles sonaban los monstruos que las olas gigantes; las sirenas de mortales cantos que la desorientación; entre islas móviles, monstruos de anchísimas espaldas y el perderse en el mar no había diferencia. Las ballenas no se acercaban al hombre, y aún con ello su presencia aterraba. Alguna vez Gilberto había visto a una ballena tan larga como la eslora de un galeón. Así se veía a la distancia. Para él, eso calificaba como un monstruo ¿Cuántas criaturas semejantes p de mayor tamaño se podrían esconder en las profundidades o entre los hielos perpetuos de los extremos norte y sur de la tierra? Los hielos perpetuo... nadie de la embarcación los había visto ni llegaría a verlos, pero las historias surtían efecto en los más osados. Hasta dónde Gilberto sabía, ningún conocido que se hubiese lanzado en tamaña travesía había sido visto de nuevo.

Se sabía ya que la Tierra era una esfera, no obstante ¿No habría cascadas que condujeran a los infiernos? El aspecto del infierno era desconocido, podía ser de fuego o podía estar congelado, o... tan sólo oscuridad y niebla. La Biblia contaba cosas, sin embargo muy pocos sabían leer, y los que lo hacían con soltura eran aún más raros. Gilberto Manuel sabía algunas palabras, y podía leer cartas breves, siempre y cuando las letras no fueran un conjunto de garabatos sin sentido, lo que, de hecho, era lo más común ¿Leer la Biblia? Era demasiado complicado; en las villas había sacerdotes que sabían hacerlo, a los que la mayoría se encomendaba por Fe y desconocimiento del mundo.

El bote avanzaba con lentitud y tranquilidad al ritmo de los remos. El agua parecía de un charco. Un niño que iba a bordo de la balsa pensó en ello e imaginó al barco como una hoja flotando en él, y bajo el agua quieta, un sapo al acecho, este pensamiento lo estremeció.

Vieron una roca que sobresalía, y decidieron acercarse. No fue el único. Unos metros detrás, un gran escollo. Les extrañaba ver roca en ese punto, pero tal vez era signo de alguna isla a medio hundir. Gilberto Manuel pensó en la Atlántida; historias fabulosas de una ciudad hundida repleta de tesoros le dieron ánimos. Aún así estaba preocupado. Al llegar al gran escollo, los marineros observaron algo verde que parecía moverse sobre la piedra. Muchos huecos en las rocas parecían contener esa cosa verde y viscosa que parecía moverse, era probable que fueran algas. Eso dijo uno de los que iba en la barca, no obstante, Gilberto Manuel pensó que si fueran algas tendrían que hallarse en otros sitios, no sólo en esos huecos. El oleaje podía haberlas introducido a los huecos. El defecto en la teoría era que no había oleaje. Los 3 hombres en la barca tenían un mal presentimiento, pero sólo Gilberto habló para decir que no le agradaba ese sitio, y debían irse. Artemio, un joven adulto, se negaba, y criticaba al anciano por ser demasiado temeroso, diciendo que temía a vanas supersticiones. El niño asentía, secundando al joven adulto; le temía, de muchas formas. En cambio Gilberto Manuel insistía.

El chico, queriendo complacer a Artemio, sugirió investigar en los agujeros, pues ahí podía haber algo valioso y rápido de sacar. Artemio deseaba encontrar un tesoro, o al menos un algo por lo que valiese la pena haber ido a investigar el escollo. Decidió hacer caso a la idea del chico, y en sus adentros no pensaba detenerse ahí: si encontraban algo de valor, seguro habría más, y si no, debían seguir hasta encontrarlo. Ordenó entonces al niño, por ser apenas un grumete, meter la mano en uno delos agujeros. El chico sintió miedo. Gilberto Manuel estaba ya muy viejo para llevarle la contra a Artemio y defender el chico, por lo que decidió ofrecerse. Artemio se negó: quería que fuera el niño quién lo hiciese. Gilberto insistió inútilmente. Al final, optó por darle una navaja al muchacho, para que no metiera su mano desnuda.

Acercaron la barcaza. El niño entonces se paró sobre el borde. Tuvo que detenerse de la piedra para para no caer. Estaba temblando de la cabeza a los pies; no era la primera vez que hacía algo así, de hecho hacía cosas más complicadas todo el tiempo, a pesar de ello la idea de caer en esas aguas le producía pavor. Respiró hondo. Detrás, Artemio le gritaba que se apurase. El chico soltó una risa nerviosa; estaba sudando frío. Algo lo tomó del hombro. Sintió un sobresalto. Era Gilberto Manuel, quién lo sostenía para que no cayese.
Se sintió aliviado de que su compañero lo sostuviese. El niño respiró profundo. Se sostuvo con fuerza, y, en un movimiento errático y veloz, hundió la navaja. Al instante su brazo se fue con la navaja en el agujero. Lo verde no era producto de las algas, sino una membrana. Un líquido morado comenzó a brotar de ahí.  El niño gritó con fuerza y sacó la mano al instante, para caer sobre el bote. Artemio lo tomó del hombro para levantarlo y azotarlo. El hombre estaba decidido a que el niño aprendiera a no ser incompetente, así que ya lo tenía agarrado del cuello para la golpiza; y de un momento a otro sus planes cambiaron, pues el agua se agitaba de nuevo, más no en oleaje, sino como una multitud de ondas. Las rocas temblaron, y el mar calmo comenzó a burbujear. Gilberto Manuel supo que había tenido razón desde un comienzo.

Artemio apresuró a los demás para remar e irse. Vapores densos salían de las aguas. El niño y Artemio remaban tan rápido como podían, entonces el segundo entró en desesperación, le dio su remo a Gilberto Manuel, y decidió patalear para dar velocidad al bote. Los demás quisieron detenerlo para que no desequilibrara el bote y pudiera voltearlo. Para su fortuna, y desgracia de Artemio, en cuanto puso los pies en el agua, éstos se volvieron al instante en una masa sanguinolenta. Entre aullidos se alejaron del escollo.

Estuvieron muy cerca del barco, listos para subir a su compañero; creían estar a salvo. Entonces, aún cerca del barco, las aguas seguían vaporosas y burbujeantes. Un sonido ahogado y agudo retumbó. Las piedras por debajo comenzaron a levantarse de horizontal a vertical. La ebullición se tornó en un remolino. Los aterrorizados miembros de la tripulación vieron como dos muros enormes, cubiertos de afiladas piedras, se cerraban sobre ellos a su vez que el remolino los jalaba al centro. Las paredes se cerraron como fauces, y una gran montaña se formó ahí, durante al menos varios días, hasta volverse a hundir en las profundidades.

El barco Santa Catalina, desapareció de la faz de la tierra. Se dice que fue víctima de piratas, más nadie ha encontrado jamás un solo indicio de ello, pues el sitio en el que desapareció, era temido tanto por piratas como por marineros experimentados de armadas de distintos países.

Hay rincones misteriosos en el Océano Pacífico, al igual que en el resto de ellos, dónde, desde hace muchos años, se cuenta suceden eventos misteriosos. La gente los evita, y no faltan valientes que los exploran, pero los incontables desaparecidos superan incluso las ambiciones imperialistas.

Mientras tanto, en las profundidades, hay formas que se retuercen y profieren sonidos agudos...


Antonio A. Huelgas
11 de diciembre del 2018

viernes, 16 de noviembre de 2018

Volando. Cayendo


Me hundía... gritaba y volaba...caía al fondo del cielo. El blanco me jalaba hacia la neblina del éter, detrás azul, y más allá negro y blanco, era esa extensión sin límites a la que había llegado al correr los espejos y deslizarme sobre lo sólido entre lo vasto. No me percaté, hipnotizado por la enorme pista, camino liso hacia las alturas. En algún momento dejé de correr, y me hundí, y me sigo hundiendo. Detrás de mí una bestia colosal y de muchos rostros siempre hablantes, y siempre silentes. Me asfixiaba y deseaba el aire. Estoy en el sin fin (no-final), tras el abanico de cilindros que nunca dejan de girar, me deslizo y caigo y giro y muero y nazco y me retuerzo y se desvanece mi voz. Aire, sombras, luz, mi ausencia; me devoran hacia la nada.
Y... tengo paz. Ahogo, disuelvo y olvido... sereno.   

Antonio A. Huelgas

sábado, 20 de octubre de 2018

El Lugar. Parte 1

Mi barca se llenaba de agua. Ningún ruido. La superficie gris y azulada, estática, aparentaba que al ser tocada las ondas quedarían marcadas, y que algo al caer sobre ella se mantendría sobre ella, sin hundirse pero tampoco flotando. De alguna forma avanzaba, por algún viento el cual no podía sentir; más el frío sí. La vela tenía roturas, y cada vistazo a ella me adormecía y ahogaba. No me sentí molesto, ni asustado, y el miedo en mí no se debía a la vela ni a las aguas, ni a vieja barca ni al ausento aire. Tampoco la noche sin estrellas, ni mucho menos la soledad. Era lo conocido del camino, de ese lugar, y de la sensación que me embargaba. Carente yo, de emoción, de palabras, de pensamientos; éramos tan sólo silencio. Me había dejado la sabiduría y la memoria. Caí en la cuenta que no sabía quién era yo. Me fue indiferente. Lo único que tenía era la sensación de conocer ese lugar, y el miedo que causaba. Tal vez... una señal ¿Acaso peligro? No... el sitio lo era todo. El temor a él no era sino parte de él, al igual que la señal. Recorría el miedo, recorría la señal. El punto y el camino eran la señal ¿de qué?
No hacía más que avanzar, sabiendo que todo había dejado de importar. Avanzaba, de alguna forma. No sentía mi cuerpo, ni lo veía. No lo tenía ¿O sí? Estaba sobre la barca, y ésta sobre el mar. En la frialdad. Escuché una risa, o algo que parecía una risa... no... ¿El lugar reía? No. El lugar no podía reír. Pero... algo decía, se leía en alguna parte; en el ambiente. Quizá no era un lugar.
Vi entonces mi destino. Un círculo gris y negro, a menor altura que el mar, pero, hallábase sobre él. Sin olas ni playa, ni el montículo hundiéndose. Lo supe. El mar, el cielo, todo, incluida la barca y yo, flotábamos sobre el montículo.
La barca tocó tierra, y sin saberlo, sin tener un porqué, bajé.
Supe entonces que tenía un cuerpo ¿Lo había tenido antes? ¿De verdad lo tenía?
No estaba ahí.
Avancé al centro del círculo. Parecía que subía. En realidad bajaba. El montículo era más bien un hoyo, una hendidura. Lo más bajo de todo. El lugar completo se apoyaba ahí. Sin embargo, el círculo era el lugar. En ese momento me supe congelado, perdido. El movimiento se había detenido. El lugar había sido la quietud, y el movimiento. Ahí me envolvía, me tragaba. Las cenizas eran parte de mi, la tierra, y la quietud. No obstante, el lugar no era tierra ni viento, ni agua ni estrellas.
Silencio.
Tal vez.
Lo que había era por el lugar.
Vi mi reflejo en el centro del montículo. Tenía entonces rostro. Una faz destruida, pútrida, con los ojos abiertos, la boca abierta, sin nada en su interior. Vacío.
La mirada perdida en esos ojos tan quietos. Sabía que me miraba en su ausencia. No era un reflejo en el montículo, era un cuerpo. Cadáver observador. Mi cadáver.
Yo era.

Inmóvil. Muerto. Yo era el lugar.
Todo se detuvo (ahí).






Desperté.
Aterrado. Sobre mi cama, helado, sudando de forma tan fría como nunca antes. Mis ojos desorbitados; mi boca abierta, queriendo gritar, sin sonidos que pudieran salir de ella. Tardé un tiempo en descubrir dónde me hallaba. La luz apagada, la ventana y cortinas cerradas. La televisión seguía encendida. Pasaron varios minutos para recordar lo hecho antes de dormir. Veía una película, algo de acción. Me quedé dormido. Todo ello... ¿Fue un sueño? No lo sé, el, el... Lugar. Al soñar no sentía, todo era una... ausencia. Al despertar sentí el mayor pavor que en mi vida hubiera sentido; supe que jamás debía volver ahí. Aborrecía eso... me enloquecía la idea de volver al lugar.

Nunca he vuelto a soñar con el Lugar, y espero nunca hacerlo. 

martes, 28 de agosto de 2018

Fragmentos perdidos

Escuché sus pasos salir, concentrado en ese golpeteo constante, arrastrado como el alargamiento de las notas del piano, en acorde con el sonido de la caricia del aire sobre el fuego de su cabello. Era el ansiar de sus pétalos, y de la voz bajo éstos, y del claro de sol y luna en sus ojos. Recuerdo el imaginar su rostro de espaldas, un rostro apenas visto en el cristal de un aparador, o acaso la cubierta de una vitrina, apenas y lo puedo recordar entre la fantasmagoria de la imagen, del instante en que pude percibir su silueta y el reflejo de sus ojos. Era la imagen negra sobre un cristal quebrado, y aún así era la mujer más bella. No imaginaba el hablar con ella, ni el hablar en sí, en el momento mi mente se ausentó en ella, mis ojos fueron suyos y mi tiempo se detuvo en su andar. Mudo, ante lo más brillante, mi silencio también fue suyo, más no mis palabras, quienes se sentían pertenecientes a ella, y ansiaban por serlo, pero una barrera las impedía. En un momento me alzaba en su inmediato recuerdo y en el rabillo del ojo, y al otro se dejaba tomar y comer por su imagen. La media vuelta mezcló los fragmentos de sueño y realidad, la visión perfilada y evanescente con lo tangible, apenas interrumpidas por el agónico espacio de los centímetros, ciegos de su ser. Entre plata y azul, la franja de dos lunas y dos mares, coronadas por sol del atardecer y bordeados por arena dorada, el mundo se ausentó de mí, y yo desaparecí en la eternidad. Todas las cosas habitaron un instante, y se ausentaron de él, era el evo y el suspiro sonando en la misma melodía, tangibles en la misma caricia, en el mismo toque. En esa espera, ansiosa por su destino, y temerosa por dejar el camino, se abrieron los pétalos, y en el renacer feneció la breve perpetuidad. En una palabra.


Antonio A. Huelgas

martes, 31 de julio de 2018

...Ahora...el halcón vuela solo

...Amanecer. Zumbido. Los oídos se exponen al fuego y al grito una y otra vez entrecortado. Metal y llamas, descargas de miles de brillos atraviesan las nubes, el viento corta los restos hechos jirones, y el planear del halcón le resulta inútil. La cacería de grandes aves le llevó de frente contra un ejército de colibríes y codornices, que se lanzaron a toda velocidad hacia el Rey de los cielos. Y no se rinde. El halcón sabe que debe seguir, no ha viajado tanto para irse con las manos vacías, aunque pueda caer en el intento. El fuego lo envuelve, y lo sabe, pero el calor ni siquiera le quita velocidad. Grita y ruge, arroja todo lo que tiene: descargas brillantes se lanzan a sus adversarios y surge un fénix. El cielo se llena de fuego y humo, más pesado que las nubes de pesada tormenta y el gélido frío. Hielo y nieve y fulgor, agua y relámpagos, miles de espejos en el aire caen y se deshacen, en ellos se ven los rostros de todos los celestiales, y todos los caminos que puede tomar el halcón. El embate se mantiene, el halcón gira en el aire, esquiva el fuego y el impacto de su adversarios, su garra atrapa y destroza los cuerpos de las arpías, su pico y su fuego repelen y cazan a los dragones, cuales serpientes, tal tempestad contra las ramas. De fondo un ruido blanco y el pasar del viento por los oídos, las nubes descienden tal cascadas y dibujan con desordenada libertad, el azul está muy lejos, apenas se vislumbra tras la espesa capa de negro y gris, más en el horizonte hay luz, de un sol eterno, cuyos hilos se arrojan a todas direcciones, y atraviesan la oscuridad, dorado y rojo irrumpiendo en el negreo y el gris, los colores luchan y bailotean, se pintan como en una imagen de miles de pinturas de acuarela, de cuadros perdidos en el tiempo, y en el vacío, entre el danzar del caos, las plumas que caen se pierden en la distancia, hacia un suelo lejano, al que no se puede llegar con vida.
El halcón ha enloquecido y grita de nuevo hacia la multitud, hacia el ejército rival, pues sólo queda el frente a la totalidad de las bestias del cielo, les jura que volará por la eternidad, y jura al sol que hasta su voz hablará con respeto de su nombre, del nombre del halcón.
Las plumas caen y se desvanecen, sus alas arden y se pierden conforme avanza, desaparecen en el viento, se esfuman. Más la descarga del fénix aún cae sobre el ejército de las nubes. Las alas aún se despliegan de alguna forma, el halcón aún vuela. Sus enemigos, aterrados, retroceden. No pueden explicar como tal ave puede mantenerse en vuelo. El halcón alza su voz. Su cuerpo comienza a desaparecer mientras más avanza hacia la luz del amanecer. El aire se baña del negro de las esquirlas, la cabeza tras los ojos de la noble criatura se ha perdido en el rojo y en el brillo, pero el halcón sigue. Metal y fuego convergen en una sola dirección, hacia un solo objetivo, el cual sigue y sigue, gira y asciende y mantiene su vuelo.
Entonces se desvanece. Silencio.
En una mañana nevada, ante un cielo brillante, sobre un telón de colores infinitos que danzan con el negro, la pluma del halcón pinta una escena perfecta, escribe sin palabras sobre un desvanecer. En el brillo y el metal, en el humo y el fuego, se escribe la historia de un halcón, que se desvaneció en el viento antes de dejar de volar.



Antonio A. Huelgas

sábado, 23 de junio de 2018

Andar



Andar entre las voces de los cedros, surcar el brillo que atraviesa las hojas, en medio del pasar de la hoja de un lado a otro, del verde al negro y al blanco, en la danza del viento y del andar de murmullos melódicos, pero disparejos, en ocasiones rompiendo en la disonancia. Tus pasos sobre la húmeda tierra, suaves, al ritmo de instrumentos de viento y cuerda, de movimiento y vibración, y de correr, como el paso del agua que fluye, cuyas notas se cantan en el arroyo y en los mares, desde flautas y zanfonas hasta laudes y armónicas, y no intervienen las percusiones, no aún, sólo hasta el momento justo, pues la base rítmica conforma instantes infinitos entre golpe y golpe, entre nota y nota, en el silencio. Caminas, corres y saltas a la par de las hojas que caen, tus pasos son toques ligeros en la tierra, leves percusiones. Entonces algo vuela, se lanza desde la maleza, y atraviesa el espacio donde las sombras danzan con los haces de luz, al igual que tú, en las tierras que habitan los hijos del Balance, escondidos entre lo grande y lo nimio, a fin de pasar entre la tierra y el éter sin ser observados, ni mucho menos conocidos, ya que los hijos del Hombre no entienden el Balance, dilucidan de su ser, pero nunca podrían conocerlo, a pesar de formar parte de él, al igual que todo. Algo te sigue, corriendo sobre hojas muertas, y sobre hojas vivas, seguido a su vez por algo más. No te das cuenta, porque también sigues algo que nunca está a tu alcance y ni siquiera conoces, sólo persigues un nombre, el nombre que pronuncian los vientos y flota en los arroyos. Lo que te sigue tampoco te conoce, apenas y te ve como algo que necesita, al igual que tú. Te adentras entre los árboles, la tierra besa los pasos, le apasiona tu andar, y sabe que vas al monte. Sonidos de pezuñas y garras, de manos suaves tocando las hojas como si fueran cuerdas de instrumentos antiguos, de alas agitándose con fuerza y delicadeza, atraviesan las ramas y las hojas caídas, recorren la brisa y evaden el brillo, algunos pertenecen a un caminante, otros a Lo que acecha, y otros más Al Que se esconde en el viento y las voces. Hay una pequeña corriendo por ahí, o un pequeño, tal vez se llame Ivette, o Ilán, pasa cerca de ti, más no la vez. Cada uno tiene un camino propio, que de no cruzarse ni siquiera moverá tu vida, pero su sola voz cambia tu ritmo. Es probable que desaparezca, ella para ti, y tu para ella, sin nunca haberse visto, a pesar del camino que uno dejó atrás, por el que el otro pasó sin percatarse. La niña o el niño juegan, no saben lo que hay detrás de ellos, podrían desvanecerse de no tener cuidado, podrían morir ante El que Acecha, o ser atrapados por Aquel que todo desea poseer, más no se dará cuenta de nada, y si lo hace puede que se entregue y deje de caminar, o sufra el saber de su destino. Sin embargo, tu y el otro corren hacia lo vasto, y danzan al ritmo del Tiempo y del Fin, y éstos solo siguen la ruta del Pasar, y todo viaja en el Flujo, y es parte de él, pues el Flujo precede y prosigue al Todo, lo Eterno y lo Infinito recorren el Flujo, al igual que todo lo demás.  Avanzas entonces, por ríos y arroyos, por hielos y selvas, saltas el fuego, incluso ardes en él, o lo tomas, sólo para mantener tu paso, sin darte cuenta de dónde estás. Sabes que no te puedes detener, las cosas permanecen , pero no se detienen, la Muerte y la Vida armaron, sin saberlo, un orquesta para el Equilibrio. En ese instante, ese momento en que alcanzas la cima, te percatas del camino transcurrido, crees que te detienes a contemplar la vista, el pasado, aunque sigues avanzando sin saber. Atrás ha quedado El que acecha, y Aquel que todo desea poseer, te has salvado de su mano y sus colmillos, quizá Ivette o Ilán tengan la misma suerte, pero ¿Cómo saberlo? En tu andar has completado los pasos necesarios para iniciar la travesía, ahora sientes la naturaleza de las cosas, el pasar del mundo y de cuantos mundos puedan haber. Dejas la ofrenda, y ofrendas tu camino para poder seguir andando. Ahora eres un nómada, eres parte de los Nómadas de Irín, y estás listo para unirte a ellos y recorrer la Gran Tierra. Recuerda que los nómadas son las únicas personas que deciden seguir la dirección del mundo, sin perder su propio camino, su propia libertad. Nadie más en la Gran Tierra entiende lo que los Nómadas de Irín, no como grupo, pues los Nómadas comparten su camino, pero saben que todos tienen su propio camino, que no es y no puede ser de alguien más. Recorren así, en grandes caravanas, al paso que dicta la voluntad del mundo y de sus voluntades, cuales tocan a la misma melodía. Cualquier persona, del pueblo o la raza que sea, y de las más variadas naturalezas y principios, puede seguir a los nómadas mientras quiera entender el principio del pasar, del viaje que todo cuanto hay emprende.; y entre los nómadas hay personas de toda clase y credo, compartiendo lo que creen, pues toda creencia, al existir como tal, es parte del Árbol del Principio y el Fin, y por ende del Flujo, el cual es conocido en realidad por el Balance, también llamado Equilibrio, y por nada más. Has de saber que hay voces lejanas y desagradables, y otras cercanas y cálidas, y ambas viven entre los nómadas, puesto que saben y escuchan, resisten y se dejan llevar, debido a que saben del principio de las cosas, más ninguna cree conocerlo en realidad, en consideración de las posibilidades que puede alcanzar el humano. Así, al haber pasado la prueba en el Bosque de los Árboles silbantes, o en las orillas del Río del espejo blanco, en dirección al Monte de los dioses ocultos, o de la Montaña de las hojas que susurran, o de cualquiera de los sitios rituales por los que atraviesan los nómadas, ahora eres un Nómada. Recuerda que entre Nómadas no se nombran como Nómadas de Irín, pues es el nombre con que los pueblos de la Gran Tierra los han bautizado por la antigua leyenda de su origen. Eres un Nómada, no un compañero ni un amigo ni un hermano, eres alguien que comparte la travesía, y has decidido seguir andando como un nómada, sobre la tierra y en el brillo, en los vientos y en los mares, y sobre los hielos, para nunca dejar de andar, entre las voces de los cedros...



Antonio A. Huelgas
18 de Junio del 2018